Cuando entraron, llamé a la clienta para confirmar la sospecha por tercer día consecutivo. La negación hasta el imposible del cónyuge descubierto, convierte al afrentado en un obseso por las pruebas. Un yonqui de la sospecha confirmada dispuesto a castigarte con vigilia y ayuno. Ella no lo hizo. Yo lo agradecí.
Un suspiro en forma de bufido puso el punto final a la mañana. Servicio terminado. Pude abrir las ventanillas y largarme al despacho, no sin antes devolver la llamada al cliente con prisa, para citarlo en mi despacho a primerísima hora de la tarde.
Se acercaba la hora de la comida y se hacía notar en la densidad de tráfico. Me movía a cámara lenta en una ciudad en la que circular no debería ser complicado. Valencia es un valle extenso y plano junto al mar.
Una ducha estimuló mi piel recocida en el microondas con ruedas. Los fideos de arroz, que había calentado mientras me duchaba, se enfriaban sin mi atención, centrada en vestirme zigzagueando a lo largo del pasillo. Para cuando revisaba los mensajes en el correo electrónico, los fideos parecían piedra pómez y decidí declinar su oferta.
El cliente se había adelantado. Lo esperé con la puerta abierta, después de deshacerme del cuerpo del crimen tirando la masa de fideos que acechaban desde mi mesa.
Subía por la escalera, lo que me sorprendió y me dio tiempo a estudiarlo. Era un tipo alto y delgado, embutido en un traje demasiado grande. Un profundo pesar parecía haberse instalado en los surcos de sus ojos, subrayando el cansancio en ellos. Me saludó con una mano que parecía la pala de una excavadora, en aspecto y fuerza. Observé su piel quemada por el sol de años y los surcos del campo dibujados en ella.
En la mesa, sentada frente a él, le animé a que comenzase. Mi trabajo, además de otras muchas tareas, incluye la de confesora. Pero a ciertos clientes les cuesta empezar su historia y debo empujarlos a ese primer paso en la transacción de confianza. En aquella ocasión no fue diferente. César, así se presentó, y su hermano Guillermo habían invertido en la apertura de un negocio de hostelería en el norte de Marruecos. Al parecer, el tercer socio se había largado con demasiada pasta y pocas garantías. El inversor en cuestión, me contó el hombre de traje grande, era un francés de origen magrebí que se hacía llamar Jamil Balais, un empresario hostelero del que solo conocían el nombre y una dirección. La avaricia suele ser el primer motivo de las estafas, pensaba yo mientras escuchaba.-Nos propuso montar un restaurante español en Tánger- decía, -él debía adelantarse para gestionar ciertos documentos necesarios para iniciar la actividad empresarial en su país y se fue con demasiada prisa-
Le pedí algunos datos del socio magrebí y me tendió la carpeta que custodiaba su regazo. En unas hojas, escritas a mano, estaban las señas de algún local en Tánger, el nombre del fulano y algún dato más de escasa importancia. Las fotos eran las de siempre, una mala ampliación de la foto del documento de identidad que podía haber pertenecido a Walt Disney (ya congelado), y otra hecha por algún móvil con el enfoque distraído.
Le expliqué cómo funcionaba aquello, y calmé sus prisas. Lo de firmar un contrato no le hizo demasiada gracia, pero transigió. En cuanto a la provisión de fondos, no puso ningún problema, me haría una transferencia a primera hora del día siguiente.
Cuando se marchó, su mirada continuaba siendo la misma, aunque la tensión de sus mandíbulas había desaparecido. Encendí la radio que seguía escupiendo noticias chorra. En Estocolmo habían descubierto una rata de medio metro de largo sin contar la cola. En mi cabeza se dibujó la imagen de un roedor gigante que evolucionaba a neo político oligarca.