Comprobar la matricula de un coche,Cap.2, p.6

Comprobar la matricula de un coche:

Comprobar la matricula de un coche. La mañana del jueves prometía novedades. Intenté averiguar en Tráfico y comprobar la matricula de un coche, a quien pertenecía el Audi de la noche anterior, y lo conseguí, aunque descubrí que estaba a nombre de una sociedad y no de una persona física. Busqué el nombre de la sociedad y resultó ser una agencia de alquiler de vehículos, cuyo nombre comercial me resultó más familiar, se trataba de la empresa GERTZ. En la ciudad solo existían dos sucursales, una ubicada en el centro y la otra en el aeropuerto. Opté por comenzar por la del centro que me cogía más a mano. Entré y esperé a que atendiesen al señor que se encontraba apoyado en el mostrador, como si necesitase a toda costa un vehículo para continuar su camino. Como el mostrador era bastante reducido, tuve suerte y no me atendieron hasta que un chaval que no llegaba a la veintena conducía al señor cansado hasta un Opel aparcado cerca. La mujer que atendía el mostrador ya no cumpliría los treinta e intenté encontrar un atisbo de empatía en ella. Interpreté el papel de mujer despechada, que engañada por su marido buscaba venganza y conseguí que buscase en el directorio informático si el vehículo en cuestión pertenecía a la casa. Pude distraerla lo suficiente haciendo una llamada que se giró para atender; el teléfono estaba al lado contrario que el ordenador. En un ejercicio imposible de agudeza visual que ya no tengo, conseguí ver el nombre registrado junto a la matrícula del vehículo en cuestión. Ya había colgado antes de que la mujer descolgase el terminal y con cara de desconsuelo abandoné el local. Ya en la calle anoté en el móvil nombre y apellidos de la supuesta dama, lancé un suspiro y eché a andar con la intención de desayunar un capuccino y algo de bollería lo suficientemente tentador.
Degustaba el desayuno y comencé a teclear el nombre en el buscador de mi terminal. Busqué de varias maneras el nombre, los apellidos, ambos a la vez y en distinto orden hasta que apareció una entrada que centró mi atención. Si lo que leía era cierto y no había ningún error en el proceso, se trataba de Marta Guerrero abogada, según el listado de una página de búsqueda de profesionales.
Terminé con deleite el desayuno y paseé hasta el despacho esperando encontrar a Carla y escuchar su nueva situación, porque aquella mañana se había levantado antes que yo.
Subí las escaleras a paso vivo y pasé de largo mi rellano hasta llegar a la puerta del despacho de Pablo. Me abrió con la cara descolocada, como si hubiese pasado la noche trabajando en el despacho. Agradeció el café con leche y doble ración de azúcar y me confesó la verdad: había pasado a noche de farra con un cliente y otro abogado, celebrando la despedida de “casado”. Evité preguntarle acerca del evento, necesitaba averiguar algo sobre la abogada y le lancé la pregunta a quemarropa. Me dijo que no la conocía personalmente, pero que casualmente un par de días atrás había hablado con un compañero que sí la conocía. En la conversación había salido a colación el tipo de bicho y lo avariciosa que era la “dama”. Le pregunté el año de su promoción y me dio una fecha como posible, sin certeza alguna. Tuve suficiente con aquella información y cuando la mente enfermiza de Pablo comenzaba a despertar, me largué a mi despacho escudándome en la premura de unas gestiones. Cuando llamaba al timbre para que Carla me abriera, sonó el móvil y un número con un prefijo extraño pero conocido, era Julie du Croix. La voz dulce contrastaba con la de mi amiga Fabienne. Su acento francés al hablar en español era mucho más dulce. Se interesaba por los motivos de mi llamada y le hice un resumen bastante explícito de ellos. Le conté sucintamente la historia que me había transmitido Antonio. No tardó en emocionarse cuando nombré el pueblo turolense donde se habían conocido Antonio y ella. Aquel amor pueril había perdurado también en su memoria. Ella me contó parte de su historia y me confirmó que se trataba de la “señorita” du Croix y que por eso había mantenido su apellido familiar aunque convertido en francófono. Naturalmente le pedí permiso para darle sus datos a Antonio y se mostró muy agradecida, tanto que no esperó a que se los pidiese, me dio su dirección y dos teléfonos de contacto. Al despedirme de ella sentí un profundo sentimiento de no sabría cómo llamarlo. El caso es que inmediatamente llamé a Antonio y le conté lo ocurrido, le dicté los datos y me despedí de él sin más.
La siguiente llamada la hice al señor Maluenda, su móvil personal figuraba en la tarjeta que me había dado al final de la entrevista mantenida. Respondió de inmediato con una voz que parecía todavía más agradable por teléfono. Se encontraba en los laboratorios y aproveché la ocasión. Le pregunté si Jacinto, su yerno, se encontraba en su despacho. Maluenda fue a comprobarlo, yo aguardé al otro lado, mientras escuchaba el eco de sus pasos. Vega no se encontraba en su despacho, aproveché la circunstancia y la confianza de Maluenda. Me confirmó que Jacinto tenía en su despacho la orla de su promoción. Un pálpito me hizo continuar con el objetivo de la llamada. Le di el nombre de la abogada esperando al otro lado con cierta tensión que fue recompensada cuando Maluenda encontró la fotografía cuyo pie coincidía con el nombre que le había dado. Se mostró un poco desconcertado pero evité darle explicaciones por teléfono. Me despedí asegurándole que le llamaría después de confirmar algunos detalles más. Antes de exponerle lo que iba averiguando, necesitaba poner orden en ello, sobre todo porque de momento todo se basaba en especulaciones y suposiciones que, de todas formas, no terminaban de explicar nada.
El siguiente paso era entrevistarme con la hija de Maluenda, sin que éste supiera nada. Decidí apostar por Pizcueta y le llamé para que concertase una entrevista con Cristina Maluenda. El motivo que argumenté resultaba vago hasta para mí, pero en aquel momento no se me ocurrió nada mejor y debía ocultar mis intenciones. Pizcueta aceptó, lo que me indicaba que, o Leonardo Maluenda había sido generoso conmigo al darle directrices, o bien el abogado había accedido por algo parecido al respeto profesional. De inmediato deseché la segunda opción.
Durante la sobremesa sonó mi móvil, rescatándome de Carla, que me deleitaba con las conspiraciones que Axel descubría en los libros de Stulin. Era Pizcueta que me informaba de que había citado a Cristina aquella misma tarde a las siete en punto. Se lo agradecí y colgué después de él, a modo de agradecimiento. Aproveché las horas que tenía hasta la entrevista y preparé un listado de respuestas que necesitaba, así dí forma a las preguntas. Debían ser cortas y precisas, para evitar rodeos y respuestas neutras.
A las siete menos cinco minutos volví a encontrarme con el falso general que estaba a punto de abandonar su puesto, cumpliendo su horario y que me dedicó la misma sonrisa forzada y falsa que ya conocía. La modelo me abrió la puerta del bufete y me condujo directamente al despacho de Pizcueta, parecía aprender rápido. El abogado estaba solo todavía y aproveché para exponerle parte de mis intenciones, dejando otra parte oculta. Aquello pareció satisfacerle y seguí jugando mis cartas. Cinco minutos después apareció Cristina Maluenda por la puerta y saludó al abogado que tuvo la cortesía de presentarnos. Mientras lo hacía, le comunicó a la señora Maluenda los motivos que yo le había dado previamente. Cuando Pizcueta acabó, juzgué que era el momento de tomar la sartén por el mango. Aproveché la mirada que me lanzó el abogado y le guiñé un ojo buscando su complicidad justo antes de pedirle que nos dejara a solas a las dos. Podía haberme mandado a hacer puñetas, pero decidió seguirme el juego y salió del despacho cerrando la puerta tras él.
La señora Maluenda era bastante atractiva en general. Un cuerpo agradecido que lucía ropa de primera calidad y última colección. Una mirada que recordaba a la de su padre y un porte que no dejaba lugar a dudas del estrato social que ocupaba. Tan solo la afeaba una nariz ganchuda y prominente, que a algunos ojos pudiera haber resultado interesante, no era mi caso. Si su padre se me antojaba una mezcla entre Fernando Schwartz y Pierce Brosnan, ella era una mezcla entre Anne Igartiburu y Mariló Montero. Había observado su reacción ante la escena a la que acababa de asistir, y vi en su mirada cierto desconcierto. Era lo que esperaba y decidí continuar según mi plan. Sin darle tiempo a reaccionar comencé las preguntas con una muy breve explicación en la que procuré dejarle claro que trabajaba para su padre y que no tenía nada contra ella, pero que para poder terminar mi trabajo necesitaba que despejase algunas de mis dudas. Cristina, todavía sorprendida asentía a mis palabras con la cabeza mientras apretaba los labios. Probablemente se preparaba para omitir darme cierta información, pero mis preguntas la dejaron sin defensa por el puro hecho de que no las esperaba. Más que preguntando, comencé afirmando lo que ya sabía solo para que ella supiera que yo lo sabía. Efectivamente, solo ella y su padre conocían todos los detalles de los ensayos clínicos. A la segunda pregunta respondió que no hablaba de ello con nadie. Volví a afirmar lo obvio, su marido trabajaba en la empresa familiar, realizando los trámites de las patentes. Dos frases después, reconoció que, aunque su marido no conocía los detalles, sí hablaba con él de trabajo en casa y desde luego lo hacía con detalles. De algo tenían que hablar, y estaba claro que no era de su relación. Me aclaró que la labor de su marido era puramente jurídica y de que sus conocimientos de farmacología eran menos que básicos. Yo tenía las respuestas que necesitaba y dí por terminada la entrevista. Se lo hice entender amablemente a Cristina y abrí la puerta del despacho buscando a Pizcueta con la mirada. No tardé en encontrarlo, estaba sentado en la mesa de la modelo, revisaba el contenido de una carpeta como quien hojea sin interés una revista. Decidí ponerme a la altura de Cristina en cuanto a confianza y llamé a Pizcueta por su nombre de pila. Él levantó la mirada y se puso en pie para recuperar su despacho. Abandoné el bufete prometiendo a ambos que volveríamos a vernos pronto.

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