Un tipo de edad avanzada se quedó observándome mientras yo miraba la puerta de aquel reducto de masculinidad. La sensatez me decía que no debía entrar, pero mi instinto de detective privado la tumbó empujándome dentro. Poco tardó un desgarbado recepcionista, en increparme algo en su lengua que yo ignoré. Procuré recuperar los resquicios del pobre francés que las monjas intentaron inculcarme, y pretendí hablar con el gerente. El recepcionista debió entenderlo porque se cayó y se adentró tras una cortina que en algún momento debió ser color salmón o algo parecido. Al momento salió por la misma cortina un tipo de porte nobiliario, con una perilla perfectamente recortada y una mirada verde hipnotizante. Cuando recuperé la conciencia le pregunté por el señor Balais. Aunque sus palabras decían no conocerlo, me pareció que su mirada lo traicionaba. Sin más explicaciones y mediando disculpas, me largué con la satisfacción de que el nombre, fuera falso o no, era conocido.
Lo complicado de encontrarse fuera del hábitat conocido, es la falta de recursos, o mejor dicho, el desconocimiento de los mismos. En una oficina de tráfico, quizá, pudiese confirmar la propiedad del vehículo que había aparcado a la puerta del “hamman”, y que había salido con prisa a los dos minutos de irme yo.
Mientras el gerente del local distraía mi atención con sus facciones y su mirada, había conseguido unas cuantas imágenes con la pequeña cámara que siempre llevo conmigo. Debía enviarlas al cliente para que lo pudiera identificar, antes de continuar. Eso hice cuando conseguí llegar al hotel, después de otra larga hora como un ratón en un laberinto.
Mientras esperaba la respuesta del cliente, decidí dar un paseo por la ciudad que tanta leyenda había acumulado, siendo un auténtico hervidero de espías durante las décadas de los 40 y los 50.
La hora de la comida me atropelló sin aviso ni apetencia y entré a un pequeño bar para tomar un típico té, en un tópico gesto turista. Mi acento al pedir el té en francés, debió delatar mi origen a la mujer sentada a la mesa junto a la ventana. Tras comprobar mi origen hispano, me invitó a su mesa y se presentó como Cecilia. Yo mentí acerca de la naturaleza de mi ocupación, ella me confesó la suya. Era la directora del Instituto Cervantes en Tánger.
Yo no tenía demasiadas verdades que contarle y tampoco era cuestión de presentarme como detective privado de Valencia así que la escuché a ella. Se encargaba también de mantener activo el teatro Cervantes a base de actividades, pero el teatro estaba a punto de caerse por falta de fondos para restaurarlo. Me contó la historia del acaudalado matrimonio español que le encargó construirlo en 1911 al arquitecto Diego Jiménez. Había sido el teatro más grande de África, lo que no me pareció un mérito tremendo, aunque debo reconocer que mi conocimiento de los teatros africanos es bastante limitado. Al parecer, después de asumir unas pérdidas excesivas, el matrimonio lo había cedido al Estado español. Como si eso fuera una garantía de salvación, pensé.
Cecilia me pareció una persona inteligente y me iba a ser muy útil conocer a alguien en una ciudad de la que no conocía el idioma. Acepte su invitación y la imité con una cena al lugar a que ella me llevase.
Continué mi paseo convirtiéndola en una visita ni turística ni guiada, que me llevó al centro y de nuevo al “hamman” de aquel fulano. El coche, un mercedes modelo torero de color blanco estaba aparcado de nuevo. Esta vez en un callejón perpendicular a la calle, como si quisiera ocultarse. El morenazo de ojos verdes y perilla modelo Omar Sharif, salía en ese momento del local, a pie y acompañado de un corpulento bañista oculto bajo una enorme chilaba, que intentaba seguir su paso, sin conseguirlo. Yo seguí los pasos de ambos, y me llevaron a un bajo comercial con poca vida interior. La persiana estaba tan oxidada como el candado que la cerraba. Tras dos intentos, el tercero abrió el candado y otro más la persiana que chirrió y se negó a subir más del escaso metro. El dandi tangerino entró con facilidad y el de la chilaba lo intentó pero golpeó la persiana y hubo de agacharse y pasar a gatas con cierta dificultad. Gajes del oficio de detective.