Cada ciudad tiene su propia luz al amanecer y Tánger sorprendía por su claridad. El aeropuerto internacional Ibn Battuta me recibió con el calor profundo y penetrante de Marruecos. La imagen cinematográfica de “Casablanca” con el comisario y Bogart iniciando una amistad en la solitaria pista, acudió a mi mente de detective privado en Valencia. Yo estaba más sola que Bogart en aquella situación, y a buen seguro, con menos recursos. En lugar de alquilar un coche en la terminal del aeropuerto, decidí pactar precio con un taxista local, para que trasportase mi equipaje y a mí, los quince kilómetros al noreste que separaban el aeropuerto de la urbe.
No había visitado la ciudad en mi vida, y me sorprendió el tamaño de los barrios periféricos. La infraestructura no había crecido al mismo ritmo que la población y la derrota era más que evidente. Al llegar a la ciudad, pregunté al taxista por un hotel de media categoría. No quise arriesgarme a habitaciones compartidas por otras especies, elegí el Hotel Continental. No llegaba a tres estrellas pero parecía “correcto” según opiniones vertidas en uno de los foros consultados.
Se encontraba en el centro de la antigua medina, en el 36 de la calle Dar El Baroud, al norte de la ciudad. La chica de recepción, de nombre francés, a juego de la mayoría de calles y avenidas, me recomendó una habitación que diese a la parte delantera. Por suerte seguí su consejo, ya que detrás había una mezquita y a las cuatro de la mañana comenzaban los rezos. El edificio era una mezcla entre museo y palacio de las mil y una noches. La pequeña terraza de la habitación me ofrecía una estupenda vista del estrecho que se vio interrumpida por la llamada de Elena.
Elena Miñón era una abogada laboralista para la que trabajaba de vez en cuando como detective privado en Valencia. Ésta vez me recordaba que en una semana teníamos el juicio de un tema cerrado hacía más de un año. La velocidad de la justicia debe ser la antítesis de la de la luz. Se empeñaba en reunirse conmigo esa misma tarde. Manda huevos, pensé y la invité a quedar para hablar, pero Tánger le pareció lejos y la despaché con amabilidad forzada. Después de todo, no era culpa suya. Con el móvil apagado y el expediente como lectura de cabecera, eché una cabezada para recuperar algo de sueño. Veinte minutos después estaba repasando el contenido de la carpeta. Un nombre falso y la dirección de un “hamman” no eran mucho por lo que empezar, pero nobleza obliga. La chica de nombre parisino me ayudó a alquilar un pequeño Chevrolet impoluto con olor a nuevo y un callejero en francés y árabe.
Las calles de la ciudad estaban preparadas para el tráfico porque había asfalto y líneas pintadas en él, pero el caos las hacía un infierno para la conducción. Después de media hora de recorrido, aparqué en un descampado que creí cercano a la dirección del “hamman”. Debí calcular mal, porque anduve más de media hora hasta encontrar el local.